Sin embargo, con el paso de los años, U2 ha ido adquiriendo una aureola mística, un carácter mesiánico, que no me va nada. Un buen día el gran Bono decidió erigirse en salvador del mundo presentando candidatura permanente al Nobel de la Paz, y, sinceramente, echo de menos al rockero borrachuzo de antaño.
Paralelamente, los conciertos de la banda irlandesa se han ido convirtiendo, cada vez más, en un espectáculo circense. Muy deslumbrante, eso sí, pero con excesivo predominio de la tecnología sobre la música. La gente acude en masa porque es el acontecimiento social del momento, como el socio del Barça que sólo va a ver el derby con el Madrid. Y la verdad, no me apetece librar batalla por una entrada con gente que, como un compañero de trabajo mío, pregunta horas antes del concierto: “¿Qué tal está el último disco?”
Dicen que en bote pequeño está la mejor confitura. Pues el bote de U2 ya es gigantesco y lo venden en cualquier kebbab. Quizá por eso ya no me gusta tanto su confitura.